Autor/a: Juan Herrón González

Hubo una vez en la que el ser humano, en su percepción y concepción de la cúpula celeste, pudo llegar a dudar de su inteligibilidad para poder saber lo que era ver más allá de la oscuridad de las estrellas y sobre los ciclos de las distintas estaciones. Inclusive, diseñó e ideó distintos tipos de instrumentos y mecanismos que les permitían un mayor grado de comprensión y adhesión al método de distintos énfasis en la cuestión del grado. Toda la falta de saber, acabó permutando en una cuestión de diseñar y mecanizar lo comprensible. Y lo que en un momento fue noche, ahora, fue día. Ante la salida del astro rey, contemplaban con animadversión lo que significaba el estar ante el devenir de los acontecimientos, y por ello, idearon un mecanismo que les diera el resorte adecuado para poder estar ante las estaciones que tanto les habían dado un ciclo que les acercaba cada vez más ante la vida y la muerte.

Multitud de ellos, con un parentesco tan parecido al de otras especies que  caminaban menos erguidas, comenzaron a desarrollar una serie de ofrendas ante esos dioses hechos estaciones de distintas fuerzas de grado; de sucesiones y oscilaciones entre el calor y el frío, que una vez que aquel astro emergía de entre las sombras nocturnas y las estrellas lejanas, fueron poco a poco perdiendo un poco más el miedo y la facilidad para estar a merced de lo que no era controlable y predecir lo que quedaba en el campo de lo irracional por lo que pudieron construir como especie.

Algunos de ellos miraban al cielo y no se sabía muy bien lo que hacían observando en esa dirección. Al horizonte, a la lejanía, a la distancia de aquellas estrellas que tintineaban de un lado u otro y que indicaban lo lejano de su luz y lo relativamente cercano a su presencia y la falta de razón para poder ir más allá del poder de su vista.

Los que pronto se hicieron líderes y además fueron guiando a los que más sabiduría poseían, no tardaron en construir y levantar esos monumentos a aquellos astros lejanos, y sobre todo, al responsable de que fuera el astro que daba tanto el calor como el frío y las diversas estaciones en equinoccios y solsticios que poco a poco, comenzaban a entender. Mandaron construir diversos monumentos y más tarde, controlaron la caza, la pesca y el cultivo, para asentarse, bajo todos esos rudimentos en una base muy cercana a la civilización que empezaron a construir como aquel elemento central: el Henge que dibujaron como un punto central, y que desde las alturas se podía discernir y diferenciar con claridad, los claros elementos de división de la construcción: un pasillo por el que se accedía, dos círculos concéntricos que se dividían a un lado y hacia otro, además de la excavación exterior por la que cabía la posibilidad de hacer un perímetro y un área que daban la forma de distintas salidas a los rayos de luz y las sombras, e incluso, los ciclos lunares que ayudaban a saber en qué lugar de la fecha celeste se encontraban, además de poder dar mayor garantías a los cultivos y toda la ganadería que iban desarrollando, así como la posibilidad tan esperanzadora de que la civilización fuera creciendo a un ritmo constante y con garantías de perpetuidad. Todo el paisaje y el suelo terrestre, incluido el bosque circundante y la orografía de los ríos, daban el suficiente abastecimiento, y por si fuera poco, las inquietudes de la civilización de los más sabios y los menos corruptos, dejaron grandes esperanzas a los Dioses naturales y los que estaban más vinculados con la caza, la alimentación, la fertilidad y la mortandad que les iban guiando en su dirección y orientación vital. Todo el área se vio transformado por el impacto y el trabajo diario de aquella civilización: entorno a aquel Henge, iba conformando y prediciendo las estaciones con facilidad y soltura, además de poder tener la expectativa de ir planificando los días y las fechas de cada cultivo y de cada abastecimiento que les ayudaba a asentarse e ir creciendo como civilización ya no sólo en protegerse y entender una fuerza natural, sino en ayudar a desarrollar su impronta y su orden como civilización.

Aquella edificación les ayudó a ir sosteniéndose e ir teniendo mayores tendencias a lo místico y lo desconocido, y muy pronto, la comodidad y la tranquilidad les dio la capacidad de ir desarrollando nuevas líneas de pensamiento y corazonadas que iban más allá de lo que estaba ligado a la vida diaria, a la recolección o la muerte y los conflictos entre ir sobreviviendo cada día-como aquel Henge y cada una de sus piezas construidas hasta que formó parte del todo-. Cuando entraba la luz y otras veces iba de un lugar a otro y las intensidades se hacían más cortas y las sombras mayores, los fríos eran duraderos y muy acuciados; por el contrario, cuando la sombra era menor y los rayos se acercaban más a la zona de tener un mayor rango y arco de amplitud, el calor se hacía más patente. Estas fechas eran las más propicias para poder hacer llegar la calma y atesorar lo que el frío tenía de tiránico y déspota.

Pero como toda calma y su período tiene su precio y su falta de aviso cuando hace presencia, hizo entrada sin saber muy bien la razón.

Un día de esas calurosas estaciones y como otro cualquiera de temporadas previas, el calor se hizo más presente y patente de lo normal, dejando la luz y la conformación normal de otro color distinto: todo el cielo se volvió de un rojo anaranjado. El calor comenzó a hacer que el suelo desprendiera mucho calor, y de la hierba, sus puntas estaban tan quemadas que numeroso ganado no pudo  alimentarse, y en consecuencia, fue muriendo poco a poco, en aquella ola de calor de los cielos que abarcó toda la vista. Aquel color rojo y anaranjado, cargado de lenguas de llamas, dejó muy presente su auténtica naturaleza, y poco a poco, su radio comenzó a crecer tanto que tapó parte del aquel astro que daba calor y era el rey de los cielos durante la mayor parte del tiempo.

El miedo que recordaron de su pasado y que estaba asociado a la noche, empezó a gobernar sus corazones. Le tiraron lanzas, lo maldijeron, hicieron rituales en aquel Henge que crearon, consultaron a los más sabios en aquella oscilación de lenguas en sonidos erráticos y dibujos en el suelo y algunas pinturas en las paredes…hicieron ofrendas, pero nada de esto pudo servir para que cualquier acción de las que intentaban día tras día, impidiera que aquel enorme círculo que parecía roca de fuego, dejara de acercarse cada día más hacia dónde estaban. Con lo que decidieron escapar del lugar, no volver, y huir de aquella maldición que les enviaba los cielos, y muy pronto, todo lo que era luz y oscuridad, quedo reducido a lo que era calor y noche, de lo que también se hacía luz en aquellas lenguas de fuego de rojo y naranja, que iban tomando un contacto abrasivo con el lugar.

Algunos de los que estaban más enfermos se tuvieron que quedar forzosamente en el lugar, además de algunas reses que habían dejado para sacrificar a aquel enorme círculo de roca que iba a toda velocidad y cubría ya el horizonte visible para revertirlo; para apaciguar su ira o esa devoción a la que habían incurrido en molestar o ser víctimas de su escarnio sin entender un porqué.

Después de que aquellos cielos se quedaron gobernados en su totalidad por aquella masa de roca de fuego y de su luz que se fue haciendo cada vez más patente, impactó con violencia y profusamente en aquel territorio que una vez fue la civilización de aquellos seres que habían habitado durante muchos años. Todo quedó reducido a una explosión con la sucesión previa de un choque, para más tarde, no saber más que algunos de ellos se quedaron mirando con una eléctrica fascinación aquella masa de roca y fuego que hizo que se hundiera todo: y lo que un día fue asiento y construcción de todos ellos, ahora fuera objeto de su más triste y grave desolación.

Se desplomó el cielo en aquel cuerpo celeste.

Y después de todo eso, los cielos, el territorio, la caza, el cultivo, y el Henge se quedó en sus recuerdos, en la memoria de la oscuridad de lo que fue construir aquel monolítico Henge como centró del que todo estaba vinculado, antes de la aparición de aquella masa de roca de fuego anaranjada rojiza, de enorme calor y violencia que puso punto y final. Punto y final a todo aquello que, como el centro del Henge y su luz y su disposición para calcular las diversas estaciones del frío y el calor, que daban vida, ahora, quedaron sumidas en la más silenciosa y fría oscuridad celeste, cuyo sonido era el crepitar de unas llamas naranjas y rojizas, que iban devorando las entrañas de aquella oscura herida terrestre.

 

Autor: Juan Herrón González