Autor: Andrés Varela Miranda

El abad sale del convento hablando vivamente por su móvil de última generación. Al parecer, al coche de su cuñado le ha desaparecido el tapacubos de la rueda trasera derecha y no se explica cómo sucedió. El abad, consciente de que desde su posición moral y ya que su cuñado ha recurrido a él, piensa en alguna frase inteligente, algún consejo, pero solo se le ocurre decir:
-Dime dónde aparcas y te diré quién te roba los tapacubos.
Así que el cuñado agradece tanta sabiduría concentrada en tan poco espacio-tiempo y cambian de tema. Hablan durante diez minutos más mientras allá abajo las olas baten contra las rocas insistentemente una y otra vez, como artistas ensimismadas buscando el mejor lugar donde dejar sus huellas para la posteridad. Finalmente, el abad guarda el móvil levantándose el hábito hasta la cintura y colocándoselo entre la goma del calzoncillo y la piel. La verdad es que el hábito de color violeta con círculos amarillos está muy bien y es modernito pero aún no han pensado en ponerle bolsillos. Mañana se promete mandar una carta sugiriendo el cambio a la Real y Muy Eficiente Sociedad Textil que hace Hábitos para los Monjes, Monjas y demás Criaturas de Dios. Y que le quiten las orejas a la capucha.
Vuelve a mirar al mar ante sí. Allá hay un barco que observa perderse en el horizonte, primero el casco y luego el radar que se sitúa en la parte más alta del buque. Redonda. Se pregunta quién fue realmente el primero que se dio cuenta. No el que aparece en los manuales sino LA persona que lo vio tan claro. Le gustaría reproducir lo que sintió o simplemente ser testigo y ver la luz que inundó sus ojos ante tal revelación. Ese cosquilleo que a uno le da cuando aprende algo nuevo que sacude su existencia de pies a cabeza, como cuando consigues captar una pista del sentido de la vida o pruebas el salmón ahumado por primera vez.
El abad vuelve a entrar en el edificio y se dirige al refectorio a cenar con el resto de los monjes. Las suelas de sus sandalias resuenan por el claustro. El refectorio está iluminado y los monjes ya se han sentado. El abad toma asiento y pronuncia un pequeño discurso, rematando con la noticia de que en verano habrá un campamento tántrico por cortesía de una conocida multinacional con la que han establecido lazos de amistad a raíz de colocar un enorme panel publicitario en la fachada del templo. Además de repartir panfletos a los fieles antes de cada oficio.
De primero sopa. Cacho pan. Agüita rica. De segundo ensaladita. De postre medio quilo de dulces por cabeza. La regla es estricta con respecto a la dieta de los miembros de la orden, así como otros aspectos no menos importantes. Las reglas en base a las que se rige la comunidad controlan tanto el aspecto estético como la rutina diaria y otros pormenores. Así es que la rutina consiste, invariablemente, en levantarse a las cinco de la mañana y hacer treinta planchas en el suelo de la habitación. Treinta, ni más, ni menos. Pues es el número de veces que el profeta dijo chachi piruli y sus seguidores respondieron juan pelotilla. Y todo queda registrado en una tobillera especial que los monjes portan. Luego dan vueltas al claustro hasta las cinco y media, hora en que se acercan a la capilla y rezan una hora para abrir el apetito. A las seis y media pues, toman el desayuno. Una vez acabado hacen sus tareas dependiendo de su especialidad. Y etcétera y etcétera. Sería demasiado largo para poner aquí. Eso sí, aquel que no sigue las ordenanzas al pie de la letra recibe una piruleta y un billete de tren a la capital.
Luego hay otras leyes igualmente dignas de atención pero ya desfasadas, como esa que data del año 1698 y dice: “quien tocare a árbitro de balompié o mujere deberá prestamente botare jugo de vid con miel sobre el área infectada para no traereambre y ruina a la comunidade.” Pero la regla de oro es que lo que dice el abad va a misa. Y punto.
Mientras dan cuenta del postre el conserje entra en la sala y solicita con la respiración entrecortada la presencia del abad. Juntos abandonan la estancia y se encaminan a la entrada.
-¿Qué pasa?
-Un niño ha aparecido en el atrio.
-¿Qué ha dicho? ¿Se ha presentado?
-No ha dicho nada. Tiene una piruleta y una bolsa llena de calzoncillos.
-¿Cuántos?
-No he mirado.
-¡Oh no! La profecía, la profecía…¡Me cago en dios!
-¿Cómo?
-¡Vamos, vamos!
Llegan a la puerta y el conserje empieza a abrir. El abad se santigua de acuerdo con las normas, chuparse el meñique, metérselo en el ombligo y tocarse ambos párpados. Que sea lo que dios quiera, piensa. Allí está el niño, desvalido y triste, con una gorra del Betis, pantalones cortos naranjas y camiseta de tirantes. Algunos mechones de pelo negro se le escapan de la gorra. Sostiene una piruleta en una mano y en la otra la bolsa. El abad, loco por comprobar el número de calzoncillos, le arrebata la bolsa sin encontrar oposición y empieza a contarlos desesperadamente. Una vez ha acabado se lleva una mano a la cabeza como si estuviese a punto de colapsar y grita con todo el aire de sus pulmones:
-¡Siete! ¡Siete!
El conserje le mira extrañado y en un ataque de compasión y piedad considera decirle al abad que tal vez haya contado mal. Pero se calla por si mete la pata. El abad mira desconfiado a derecha e izquierda y luego guía al chaval por el cuello y lo mete dentro del convento.
-¿Cómo te llamas, hijo?
Silencio.
-¿Quién te dio esa piruleta? ¿Te la dieron en la capital? ¿Tu padre? ¡Contesta!
Silencio. El abad se muerde el labio inferior y conduce al crío hasta una habitación libre. Le dice que esa va a ser su cama, que ahí dormirá y que le traerán las comidas a la habitación.
El abad no consigue dormir esa noche. Había escuchado y leído sobre las profecías pero no sabía que sucedería tan pronto. Y antes del campamento tántrico. No veía la lógica por ningún lado. A la mañana siguiente quedarían seis calzoncillos, curiosa medida de tiempo a pesar de que ya Einstein hubiese demostrado que se puede medir el tiempo de maneras diversas. Según las ilustraciones de los manuscritos que había visto al respecto el niño, al séptimo día, destruiría la humanidad sin siquiera pestañear. Un abad trataría de evitarlo y esa era él. Ese era él, se repite en la cama con los ojos como platos. Pero qué hacer, ¿lavar las mudas a medida que las utiliza para tratar de engañarlo? Sí, tal vez. Consigue pegar ojo hacia las tres de la mañana.
A la mañana siguiente se levanta el abad silbando y decide llevar a cabo su plan. Pero pasa un día más y al ver al niño de nuevo éste le enseña su mano con los cinco dedos estirados.
Así pues el abad se pasa los días ideando nuevas estrategias sin conseguir llegar a ningún lado. El día anterior acepta el destino y se va tempranito para cama, por si al nene se le da por cargarse a la humanidad en los primeros minutos del día. Siempre lo ha dicho, que el fin del mundo le pille durmiendo.
Al séptimo día dios descansó.

                                                                                                A.V.M.