Autor: Andrés Varela Miranda

Timbro en casa y abre mi madre con una gran sonrisa. Siempre me pregunta lo mismo. Y siempre le contesto lo mismo. Es un ritual que no nos atrevemos a romper por miedo a alterar significativamente la marcha del universo. Como con tantas otras convenciones que cumplimos. A veces me pregunto si podemos modificar algo sustancialmente. Aunque por si las moscas seguiré reciclando y usando el coche lo mínimo. Por si las moscas. No me apetecería vivir con una bombona de oxígeno en la espalda. Pero eso, la realidad parece ser que al universo le importa una puta mierda lo que nosotros hagamos.  Mañana puedo salir por la mañana en bolas por la calle cantando Ángel de Orión de Antonio Vega que a la galaxia se la traerá al pairo. Aunque nunca se sabe, especialmente con ese pedazo de canción. Yo solo soy una mota en el espacio, soy un cero coma algo.  A veces me creo especial e importante y todo eso pero solo con mirar al cielo se me bajan todos los humos de golpe. Así que esta gentecilla (literalmente) que va por ahí como si le tuviésemos que pedir las gracias por existir me parece bastante simpática.  Sin embargo, por si acaso, seguro que cuando me vaya para el otro lado rezaré a los principales líderes espirituales, no solo a Alá o a Jesús, sino también a Mortadelo y Filemón y a Bukowsky y a Juanjo Millás y a este tipo de barba que es hindú que dicen ser uno de los tipos más peligrosos desde JC. Esto es pura probabilidad, a cuántos más reces más oportunidades de comer palomitas para siempre rodeado de veinteañeras. O quizás no estuve atento ese día en clases y he malinterpretado las escrituras.

-¡Hola! ¿Has crecido, no?

-No creo que sea eso con veintiséis años, es que estoy contento de verte, mama.

Por alguna oscura razón digo mama, a la italiana, en vez de mamá. Si te digo la verdad no sé por qué hago tal cosa pero a ella no le molesta. Y uno hace lo que le dejan, incluso hablando de sexo. Lo sé, ando un poco salido últimamente. El otro día fui a comprar condones en la máquina de enfrente de mi casa. No pude evitar pasarme al menos quince minutos delante del artilugio expendedor y mirando a diestra y siniestra, demostrando mi supuesta sexualidad activa a todos mis convecinos. Por sus sonrisas puedo confirmar que me tienen envidia. Al llegar a casa inflé los preservativos y los pinté de colores llamativos. Pondría un emoticono triste o de pringado aquí si me dejasen. Pero no es serio, claro. Además, la gente culta de verdad de la buena sabe de ópera y micología pero no de emoticonos. Evidentemente.

Mi madre me planta un beso y me hace pasar al piso. Dejo mis cosas en la habitación, que siento cada vez menos mía. Ahora mi madre pone en las estanterías sus ejercicios de inglés o mete sus chaquetas en mi armario. No sé por qué, pero a veces me da la impresión de que cuando mis hermanas y yo no estamos ellos hacen de las suyas: comer en el salón viendo películas, tener sexo en la cocina, poner a Rosendo a todo trapo…Si los vecinos se quejan siempre pueden decir que los chicos han vuelto. Y es que somos así, tenemos un arsenal de máscaras que ponemos y quitamos dependiendo de la situación. ¿Que viene mi amigo de adolescencia? Me pongo la máscara de putero y bebedor compulsivo. ¿Que tengo que pasar una temporada con mi novia? Me pongo la máscara de chaval sensible y comprensivo.  ¿Qué voy a ver a mi abuela? La de chico formal que no ha roto un plato, que no tiene amigos maricones y come todo lo que le pongan delante. Algunos le llaman hipocresía, que suena como a animal mitológico griego, pero a mí me suda la polla. Porque reconozco que sería estupendo que cada persona fuese uniforme en cualquier momento pero he de decir que sería un auténtico infierno un mundo sin mentiras, sin dobles sentidos y todo este juego social demente y caótico. Me divierten los partidos políticos y sus colores del mismo modo que las latas de los supermercados. En el momento en que una etiqueta me defina me doy de baja como humano. Lo digo en serio.

Además, eso de la verdad y la autenticidad, por cierto, está muy bien pero a mí que me expliquen la verdad cuando nos pasamos todo el tiempo engañándonos sin remedio, sin ser conscientes de ello siquiera. Se me pone la piel de gallina cuando en alguna entrevista me dicen que me defina. Me da pavor. ¿Qué digo? Soy responsable (recuerda cuando te pusiste a destrozar borracho perdido espejos retrovisores aquella noche), soy de fiar (los cuernos a tu exnovia o las mentiras a tu madre), soy muy trabajador (días y días con la mano por debajo del pantalón o jugando a ser el más vago), respeto la jerarquía (me cago en los gobiernos, los líderes, las fuerzas del orden y demás chorradas)… He oído decir que el núcleo duro de nuestra personalidad se forma a los quince años y a partir de ahí todo son capas, como las cebollas. Así es que tenemos adolescentes por todos lados aunque ya porten bigotazos grises o tetas moduladas por la gravedad. Y eso es fantástico, creo yo.

Pero hasta aquí todo ha sido paja. El caso es que mañana tengo una entrevista de trabajo. Estoy nervioso. Siempre he sido un tímido incorregible. Se va superando poco a poco, palo a palo. Qué remedio. Timidez y paranoia deben de estar relacionadas de alguna manera. Si eres tímido eres inseguro, si eres inseguro desconfías, si desconfías eres un maldito paranoico. Y sé de lo que hablo. Porque exteriormente creo que soy un tipo bastante normalito, sin tres brazos o deformidad remarcable. Sin embargo, soy la oveja negra, la ballena blanca, el político honrado o el informático seductor, soy el rara avis volando en círculos sobre tu puta calavera. Y lo peor, soy el único filólogo de la familia, así que imagínate el grado de mi perversión. Casi todo el mundo se ha sentido así, solo que no lo ha expresado. Y eso es porque vivimos siempre limitados por un molde y nosotros jugamos a cambiarlo haciendo presión en las fronteras. Que me presenten a alguien que no se crea especial. Es nuestro deber, y es la verdad. Porque cada uno de nosotros somos especiales. Joder, a saber la de las chiripas cósmicas que han tenido lugar para que estés respirando, tío. Ríete de tus tristezas, pajéate con la puerta del frigorífico abierta porque hay quien se muere de hambre y lo sabes, habla de tus secretos más locos con tus amigos, escucha música a toda hostia bebiendo café, escribe y dibuja tus pensamientos más salvajes. Hasta donde yo sé mañana al salir de casa una moto desbocada me puede arrollar y estampar en la pescadería (convirtiendo la pescadería en carnicería) o un meteorito me puede aplastar en el suelo del baño mientras me lave los dientes cantando Higway to Hell. Y eh, no pasa nada, así las cosas, porque tampoco me quejo cuando me encuentro un billete de sesenta euros por la calle o una moneda en las taquillas del supermercado o el gimnasio. Lo acepto todo, desde un tío de cuarenta años que se sabe mil colecciones de cómics hasta una persona que crea álbumes con fotos de todos sus ligues. Acepto a las ratas y los murciélagos, los selfies, la película Buddy del 1997 sobre gorilas (una de las peores pelis que he visto nunca, y mira que era pequeño cuando la vimos en casa), las manías de mi tía soltera, la gente que solo sabe hablar de gente, los lienzos baratos, los lápices que se despuntan constantemente o los cabrones que aparcan en las plazas de minusválidos. Porque todo se relaciona. Por ejemplo, para que tú escribas bien yo tengo que esforzarme en escribir mal, y créeme que lo intento con vehemencia.

Que tengo entrevista mañana, decía. Últimamente he asistido a varias y he enviado papelitos que dicen lo bueno que soy por aquí y por allá. En persona, por correo ordinario, por correo electrónico, por pensamiento, por tierra, aire y mar. Está la cosa chunga. Las empresas se permiten pedir que una misma persona enseñe varias lenguas, tenga un máster en física cuántica y, además, sea entrenador de canarios y haya hecho voluntariado en Camboya. Y hacen bien. Si yo tuviese una empresa y fuese el jefe pediría lo que me diese la gana. Pero no es así, así que hablo por hablar. El caso es que en una de las últimas entrevistas a las que fui nos juntaron a diez personas alrededor de una mesa. Nos pusieron un par de folios con preguntas sobre metodología educativa o qué haríamos si sucediese X. Luego nos dieron para rellenar un control psicológico. Fueron bastante simpáticos diciendo que no había respuestas correctas e incorrectas, con sus santos huevos. Luego pasamos a una entrevista individual con un cura y un profesor. Era un colegio religioso. Cuando me pidieron poner por orden de importancia familia, gobierno, iglesia, escuela y sindicatos supe que lo mejor que podía hacer era coger la puerta y largarme. Y eso que a los sindicatos los puse de primeros.

En otra entrevista que hice fue casi todavía peor. Cuando entré había más aspirantes al puesto que me miraron como si fuese un marciano. Alguno hasta soltó una risilla malintencionada que sonaba a algo así como que no vas a conseguir el trabajo ni jarto vino. Me senté y esperé mi turno. Cuando dijeron mi nombre entré en el despacho y me senté correctamente cuando me lo ofrecieron. La entrevistadora me miró raro, muy raro. Empezó a preguntarme cosillas pero la vi sin ganas, sin fuelle, como si ya hubiese decidido en los primeros siete segundos cual sería el veredicto. Tal vez le confirmé que no era el idóneo cuando me preguntó por qué debería contratarme a mí y no al siguiente y le conté que eso lo tendría que decidir ella, que yo no sabía cómo era el siguiente. Creo que malinterpreté el objetivo de la pregunta. Ya sé que uno tiene que venderse y decir que es el mejor y todo eso pero es que a mí no me sale. Total, que no conseguí el puesto.

Pero mañana veremos lo que pasa. Estoy algo desanimado porque llevo meses y meses esperando una llamada o un guiño laboral sin éxito. Pero siempre hay una luz en algún lado, aunque esté tapada por una sombra. Ceno en casa con mis padres y vemos un rato la caja boba. Luego nos vamos a la cama y me muero temporalmente hasta al día siguiente. Conocí a una chica que decía que dormir era para los débiles. Dormía cuatro o cinco horas, era intratable. Siempre con uno de los dos ojos cerrados. Aunque he de reconocer que nos enamoramos porque yo pensé que me estaba guiñando un ojo. Lo que son las cosas.

Me levanto, me corto las uñas de los pies. Me afeito. Me lavo los dientes. Me visto mi mejor camisa limpia y mis pantalones menos gastados. Salgo de casa. Me ducho. Me pongo perfume. No en este orden, claro. Trabaja un poco, tío. XD (A ver si esta vez cuela).

Llego al lugar de la entrevista media hora antes. Siempre me pasa lo mismo. Supongo que aún tengo presentes los genes de mis antepasados que tanteaban el terreno antes de ponerse a actuar. Así que me tomo un café en una cafetería cercana y leo un periódico en el que alguien cuenta en la sección de opiniones que el problema de este país es que los jóvenes no quieren trabajar. Y se me hinchan tanto los cataplines que parece que empiezo a levitar sobre el taburete. Afortunadamente se trata de una sensación, pues no estaría bien visto que me presentase a una entrevista en ese estado.

Cinco minutos antes de la hora timbro en el local. Los nervios los tengo a flor de piel. Alguien abre la puerta y el corazón se me desboca por un momento. Qué vergüenza si tuviese que andar recuperando el corazón por ahí. Y entonces vi el color de su cara y sonreí. Ella sonrió.

Su cara también era de color violeta fosforito.

A.V.M.