Autor: Andrés Varela Miranda
Estoy sentado ante la televisión de la sala social, o así le llaman en esta residencia a la habitación donde nos aparcan, literalmente, al menos a mí con mi silla de ruedas, toda la tarde. Yo le llamaría teleaparcamiento o telecementerio. Si cuando era más joven hubiese sabido que en la vejez iba a tragar tanta tele la habría destrozado con una maza y hecho otras cosas. Qué se yo. Escribir un libro, comprar y cuidar un titi, hacer un buen amigo o viajar al Bierzo. Hace un momento nos han puesto un canal en que unos tipos bigotudos con las letras R, A y E bordadas en dorado en la solapa debatían si gilipollas debía ser con g y con j. Y por fin me explico que el mundo se esté yendo al carajo y bajo la vista al suelo. Hoy se olvidaron de ponerme el pañal y la orina se desliza por las baldosas como atunes por el mar. Siento su tibieza en mi entrepierna y me da igual. Sonrío.
Una cuidadora se da cuenta media hora después (Y digo media hora por decir algo, pues cada vez me importa menos el tiempo a pesar de que cada vez queda menos en mis venas), me hace rodar hasta un cuarto y me cambia. Estoy tan falto de afecto que hasta me excita el roce con la piel de la enfermera. Al principio me costó acostumbrarme a que me mirasen desnudo pero no hay más remedio. No se van a asombrar al ver un pellejo y un par de huevazos con tres pelos que sobreviven contra viento y marea. Si me preguntas qué es lo que me hará inmortal diría sin dudar que serán estos tres pelos. Me los imagino en la vitrina de un museo en el futuro lejano, con niños alrededor mirando asombrados con las manos sobre el cristal. La etiqueta pondría algo así como “Pelos escrotales de Homo Sapiens. Circa 2000”. Y los niños preguntarán en otra lengua a sus padres que significa escrotales y los padres mentirán como bellacos. La chica me vuelve a colocar en posición, al lado del tipo con alzhéimer y la mujer loca que no para de repetir que tiene un pájaro violeta en la cabeza que le dice que la esquizofrenia no es un nombre de mujer. Miro a todos mis compañeros, algunos con la mirada perdida en algún punto de la pared o, los más optimistas, con la vista en la pantalla. Ahora un tejano fumando un puro delante de un pozo petrolífero argumenta que lo del cambio climático es culpa de los pedos de las vacas. El público vitorea y aplaude.
Pasa la tarde viscosamente, con variaciones ínfimas en la ordenación del espacio alrededor de mí. De súbito, me atrapa la sensación de que quizás haya dejado de ser humano y me subo la camisa para ver si todavía tengo ombligo. Allí está, redondito. Menos mal, pienso. Una enfermera me ha visto y me mira raro. Yo la saludo despidiendo juntos el índice y el corazón de mi frente en su dirección. En la vida y en la residencia, como en la selva, cuanto menos se llame la atención mejor. A ver si doy aprendido.
Después de cenar me llevan a la habitación y me acuestan. Lloro un poco diciendo que me duele algo en la barriguita para que me droguen un poquito. Suelo controlarme y hacerlo cada dos o tres días para no desarrollar una adicción importante. Con la luz encendida me pongo a recordar aquellos tiempos que se han ido en un abrir y cerrar de ojos. Recuerdo cuando los pasos de cebra eran rayas blancas y no círculos naranjas sobre la calzada. Recuerdo las sillas de cuatro patas y las casas sobre el suelo. Recuerdo que teníamos que enchufar los portátiles a la corriente eléctrica. Recuerdo poder correr al aire libre y encontrar animales salvajes. Recuerdo la música que había y hasta echo de menos aquellos géneros que antes odiaba. Recuerdo cuando las mujeres llevaban pelo largo y se depilaban las piernas. Recuerdo las guerras que tuvieron lugar, los presidentes, los cantantes, los deportistas, los actores y actrices, los humoristas…Y ahora todo es como un sueño. A veces me preguntaba si existían alienígenas cuando miraba la luna y las estrellas. Ahora no tengo la más mínima duda de que me he convertido en uno. Soy un alienígena en la tierra, vivo en otra dimensión al otro lado de un jardín que me separa del resto de la civilización.
Doy gracias que aún soy capaz de leer un poco. El año pasado logré acabar cinco libros. Releí Memorias del subsuelo de Dostoievski, uno de los libros que más me han impactado en la vida. Hace unos días, mientras miraba un libro sobre hábitos alimenticios (hipofagia, por qué no se come cerdo en algunos lugares…) leí una definición de suciedad con la que me identifiqué. El libro decía que la esencia de la suciedad es materia fuera de lugar. En esta sociedad los viejos somos materia (la poca que nos queda) fuera de lugar. No sé el momento exacto en que me convertí en materia fuera de lugar. Quizás fue en aquel momento en que me puse a vivir con mi hijo e hice aquel experimento que les molestó enormemente. Yo estaba en el salón admirando la decoración minimalista hasta que me pregunté dónde estaba todo el mundo. Mi hijo estaba en su estudio trabajando, su mujer en la salita viendo no sé qué con unas amigas, mi nieto en la habitación. Con ganas de hablar con alguien me fui directo al módem y arranqué un cable por aquí y otro por allá. Me senté en el sofá y miré mi reloj de pulsera. Dos minutos después, toda la familia estaba en el salón taladrándome con la mirada y sin comprender lo que les estaba tratando de decir.
Unos meses después tuve un ictus, y luego cuidadoras y un remolino de sensaciones y, finalmente, una habitación en un edificio blanco rodeado de más materia redundante. La ironía es que desde mi cama, a través de la ventana, veo un vertedero del que se elevan columnas de humo todos los viernes. Si el humo es el alma de la basura, quiero morir un viernes.
A.V.M.
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