Autor/a: Begoña Fuenteseca Rodríguez

El fuego consumía vivamente las casas, era una lengua roja que envolvía y engullía todo a su paso. En poco tiempo las altas temperaturas, los llantos descompasados, las huidas sin rumbo,… se esfumaron hasta convertirse en ceniza. Fue en ese momento cuando mi cuerpo resurgió tras la última lágrima. Desde mi creación había permanecido incorpóreo, pululando de zona en zona, dueño de todo y parte de nada. La mejor manera de no intervenir, pero sí de observar lo que me rodea.

He llegado a la conclusión de que el ser humano es despreciable en todas sus etapas de vida. En el momento que nace, siendo tan inservible que su supervivencia está supeditada a sus progenitores. Si ellos decidiesen no alimentarlo, darle cobijo,… moriría sin presentar batalla alguna. Cuando alcanza la independencia física, el lazo psicológico se muestra tan hostigador que es imposible que avance más de doscientos pasos por encima de los que lo han alimentado, creando un vínculo tóxico hasta el final de los días. Son tan torpes que repiten el proceso una y otra vez, siempre prometiéndose a sí mismos que mejorarán lo que sus padres han hecho por ellos, sin embargo, cometiendo las mismas faltas.

Entre el pueblo devastado por la guerra, los surcos del desprecio hacia la propia vida son innumerables. Acaricio el aire viciado por la sed de una sangre que jamás será saciada. Noto esa presencia en mi patético vientre. Durante miles de años he sido testigo de lo que el horror de la propia codicia propicia el desangramiento de los unos para con los otros. Hoy es distinto. Es el olor que se mantiene flotando, que inunda mi ser a pesar de mi propia condición. ¿Qué es? Intento descifrarlo. Mantener un hilo “cuerdo” tras el galope de los caballos desbocados, pero me resulta imposible.

De bruces me encuentro con unos desafiantes ojos azules. Me ha estado observando desde que la ceniza me hizo carne. Bueno, no ese tipo de carne que recubre los huesos. Una carne transparente, una carne que me hace visible ante los humanos, siempre que yo quiera, después de la desaparición y el horror, de gritos y muerte. Mantiene su espada en alto, apunta hacia mí su ira, pero sonríe en la proximidad de sus pasos. No retrocedo. Es la curiosidad la que me mantiene atado en el lodazal donde he puesto mis pies. Sus botas de piel se mueven sigilosas entre los cuerpos caídos en el suelo. De vez en cuando pisa una mano o un pie que entorpece su camino, pero ni se inmuta ni dirige la mirada hacia el suelo. Decidida a que soy yo su objetivo, avanza sin descanso con la espada en su mano derecha. Si no la hubiera visto desde lejos, no podría haber percibido ningún sonido, es más que un fantasma, es capaz de hacer que su cuerpo no emita ninguna onda transmisora. Estoy perplejo.

-¿Qué haces aquí?- me dirige sus palabras con insolencia, molesta por no haber acabado con mi vida de un estacazo.

-¿Acaso sabes quién soy?- sonrío airoso, levantando el mentón para hacer retroceder su osadía, pero sigue empeñada en hacerme enloquecer.

No contesta a mi pregunta. La mano liberada saca una botella extraña que permanecía oculta en su zurrón.  Con un par de maniobras consigue quitarle el tapón que obstruye la abertura.

-Ya que no contestas te diré quién soy. Mi nombre es Djinn y, en parte, la culpa de que esté aquí es tuya.

No dice nada, pasea la punta de su lengua por sus labios mientras que su muñeca hace girar la espada en torno a su cuerpo. Sigue tanteándome, balanceando su cuerpo intercambiando su peso de una pierna hacia la otra. El destello que despunta de sus ojos me deslumbra. Es un ser lleno de una violencia que no parará, puedo sentirlo dentro de mi mente, es una sensación que me cala más y más hasta hacer que mis rodillas tiemblen.

-Yo soy Rusla, ¿acaso importan nuestros nombres? Te he esperado mucho tiempo, sabía que aparecerías una vez que la noche se hiciese presente.

Clava su espada en el suelo. Apoya su mano en la empuñadura. Vuelve a hurgar en su zurrón y no consigo leer sus siguientes movimientos.

-Llevo buscándote muchos años, ¡¿por qué ahora?!- se detiene atenta a mi respuesta.

-Es este olor… nunca lo había percibido con tanta intensidad, no te había notado, pero…

No logro alargar mis palabras. Arroja unas hierbas al aire, dice unas palabras ininteligibles mientras su cuerpo es poseído por unos rayos que la atraviesan de arriba a abajo. Siento que su cuerpo es enviado de un lado a otro, violentamente; de su boca una espumilla va apareciendo mientras sus ojos se vuelven blancos y espesos como la bruma. De repente, se para en seco, su mano izquierda se alza a la altura de sus hombros y arroja en mis pies la botella que poco a poco…

“¿Dónde estoy?” Mis manos aparecen atadas y mi cuerpo es recubierto de una espesa capa de un verdor que me impregna. No puedo deshacerme ni del líquido ni de lo que impide moverme, pero más preocupante aún, no puedo volver a ser incorpóreo. Un ojo enrome me amenaza desde el cielo, mientras pestañea, el viento que genera me lanza de una pared a otra, magullándome poco a poco. Aunque quiera rendirme no puedo sentarme, tendré que permanecer de pie, eternamente. Toco con mi mano derecha la pared y siento que ante mí tengo un material que puedo reconocer. ¿Cómo lo ha hecho? Estoy dentro de la botella que creí estaría hecha añicos.

Ayudada por la magia, Rusla me ha convertido en su esclavo. No sé qué propósito tiene para mí, ni en qué podría ayudarla yo, pero amordazado, atado de pies y manos, me condenará a seguirla y presenciar, sin clemencia, cuantos pueblos más arrasará tras su paso, porque lo he leído en su cabeza: no se detendrá hasta destruir cada rincón de la verde pradera que desprecia. Su objetivo no es otro que hacer de este mundo su propio infierno.

BEGOÑA FUENTESECA RODRÍGUEZ
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