Autor: Andrés Varela Miranda

El agua corre sin piernas del grifo a mi taza y la llena. La meto en el microondas y espero unos minutos. Luego le meto café natural soluble con sumo cuidado, sin desperdiciar nada de nada. Al fin y al cabo es polvo de estrellas, como todo lo que me rodea y yo mismo. Polvo de estrellas por todos lados, en los lavabos públicos, en una cucharada de sal o en un escupitajo. Así que la próxima vez que alguien te pregunte  qué es eso puedes decir sin miedo que es, literalmente, polvo de estrellas. Que tu madre ha encontrado una revista porno de juventud en tu habitación… Mamá, es polvo de estrellas. Que tu profesor agita tu examen de cero ante tus narices y te pregunta qué es eso, relájate y dile con aplomo que es polvo de estrellas. Que tu novia te pregunta qué es ella realmente para ti, dile lo mismo y hasta puede que esa noche folléis el doble de veces. Nunca se sabe.

Me acabo el café y bajo a la calle. Empiezo a caminar lentamente hacia la editorial. Sin saber inmediatamente por qué, doy gracias de que por aquí no hay bandas correteando con machetes imponiendo sus normas o niños esnifando pegamento en las esquinas. Pero no por ello niego que en otros lugares pasa. De hecho he ideado un cuadro que me gustaría hacer un día. Consistiría en pintar una chabola decadente con prostitutas desdentadas, calderos rotos y basura por todos lados. Un tendal atravesando la escena. Charcos repletos de mierda y una pota humeando. Por algún lado escribiría “Hogar, dulce hogar”. Y que lo interprete la gente como quiera porque lo que yo veo es que el ser humano es tan flexible que a todo se adapta. Y eso es cojonudo, especialmente si no te queda más remedio.

El mundo es un lugar de locos, un gran manicomio en que los pirados más peligrosos regentan empresas o destrozan bosques enteros para poder comprarse un avioncito que no tengan que compartir con nadie o un sofá que les masajee los huevos mientras ven películas. Me parece genial, tío. Qué fenómeno. Y la verdad es que a algunos se les ha dado la oportunidad de hacer el mundo un lugar más habitable o un puñado de números y han elegido lo segundo. Y el resto abrimos la boca cuando vemos un cochazo por la calle sin ser conscientes de que es un símbolo de sufrimiento y desigualdad. Incluso nos sacamos fotos delante de los bólidos haciendo la señal de la victoria. Y lo he hecho, lo he hecho. Porque de todo se aprende y las cosas no son tan sencillas como parecen ni algo es bueno o malo porque alguien así lo diga, sea el presidente, un jugador de fútbol, un líder religioso o tus padres. Si es algo que he aprendido es que los errores o fracasos no son tal cosa sino eslabones de una cadena necesarios para que la cadena tenga unidad. Y tú sabes en tu interior lo que está bien y lo que mal. Nadie tiene que decírtelo. Más o menos. Por ahí han dicho que nada es absoluto, todo es relativo. Ya ves, soy un ladrón de ideas que cojo por aquí y por allí, de mis lecturas, de mis películas, de mis conversaciones con el más allá y el más acá. Y lo disfruto, no tengo que esconder mis influencias porque ya está bien de parcelar el conocimiento y comercializarlo. Parece que vamos camino de tasarlo todo. Y eso me asusta porque espero que en el futuro nadie decida lo que puedes permitirte pensar y lo que no, lo que puedes mirar y lo que no.  Me divierte cuando un cantante se queja de que le han copiado unos acordes o que cierta canción se parece a la suya y espera que le paguen o no sé qué. Anda y ponte a hacer algo nuevo, sinvergüenza. Eso es lo que pienso, a veces. Otras, sin embargo, no me gusta la idea de que alguien se curre algo y que le copien sin más. Ya ves, una contradicción constante.

Pero a lo que iba. Que me siento tan fuera de lugar como un oso polar en el desierto. Me siento tan raro que también agradezco ser físicamente ordinario y que la gente no pueda leerme el pensamiento. Eso sí que es una ventaja, que el pensamiento sea de cada uno y nadie más. No quiero ni imaginarme lo que pasaría si cada persona con la que hablase viese el interior de mi mente como si fuese un cristal transparente. Y viceversa. Tampoco me haría ningún chiste hablar con alguien mientras pudiese observar cómo está pensando en un mono comiendo helados o lo que le va a decir al jefe al final de mes.

Con mi pensamiento me adentro en los abismos del universo para luego volver a la superficie y recuperar aire a grandes bocanadas. Dentro de mí tengo algo en constante ebullición que no consigo descifrar. Quizás ni siquiera exista un lenguaje capaz de hacerlo, ya que los humanos andamos por ahí clasificando las cosas como podemos. Y eso está muy bien pero yo quisiera sacudirme las etiquetas como quien se sacude el polvo tras una caminata. Hay quien se vanagloria de ser de derechas o de izquierdas, católico o ateo, cantante de rock o de ska, de Star Wars o Star Trek, de ser español o gallego o catalán, de ser pintor y no profesor o de ser o no gilipollas. Y esto causa infinitas riñas y debates a veces absurdos que no tienen ni tendrán solución más allá de imponer una sobre otra. Y yo quisiera ser todo eso mezclado, y agitado también. Del mismo modo que una peonza pintada con los colores del arcoíris gira y se convierte en blanca, yo quiero aspirar al blanco. Al todo. A sentarme un día y decir con el corazón en la mano que me siento de puta madre. Pero no porque me haya fumado algo o comido un churrasco o una ensalada estupenda o tenido una conversación fuera de serie. Sentirme de puta madre, en absoluto, sin relatividad, en el sentido pleno de la expresión. Llámale nirvana o lo que quieras. Por mí puedes llamarle estado del pollo loco o lagartija en estado de gracia. Eso no tiene importancia, creo.

La pescadera abre un salmón, el camarero del bar pone un café a un hombre que lee un periódico, un niño corre con una mochila más grande que el hacia la parada de autobús, tres adolescentes fuman en la puerta del politécnico, la frutera me mira con deseo (bueno, esto me lo he inventado) y más adelante un mendigo pide en la puerta del supermercado. Un día le puse en las manos una bolsita de chocolates y había que verle la cara de alegría. A mí se me alegró el día también, la verdad. Habrá quien diga que hacer el bien a los demás es un impulso egoísta. Sea pues. Soy tan egoísta que me gustaría que mis ojos se diesen la vuelta para verme por dentro y darme por culo si la tuviese lo suficientemente larga. Lo que hay que oír, hombre.

Ahí está la editorial. Oscura. Truenos y relámpagos sobre las almenas y los tejados puntiagudos. Abro la verja, que chirría como la cadera de una vieja. Nadie lo ha estudiado todavía, pero los ancianos han desarrollado nuevas formas de comunicación a partir de los movimientos de sus huesos en el cosmos. Correctamente alineados y coordinados pueden transmitir mensajes que ni los ladrones veloces o velociraptores en sus mejores momentos. Vaya chorrada más grande, no sé qué me pasa hoy, será la luna llena. Cuando algo no te salga bien échale la culpa a tu educación, a la sociedad o la luna. Nunca falla. Nunca, ni por un solo momento, pienses que es culpa tuya.

Un camino me conduce hasta la puerta principal, flanqueada por dos enormes gárgolas. Unos cuervos me observan encaramados en un álamo, susurrándome Nevermore o algo así. Cojo una pequeña piedra desprendida de la fachada y se la tiro a uno de ellos gritándole y tú más. Lo mío nunca fueron las lenguas.

Me acerco más a la puerta de madera y una de las gárgolas de repente cobra vida y me invita a meter un dedo en su ombligo, pues es el timbre. Observo el agujero lleno de musgo, alargo el dedo y noto algo crujiente, saco el dedo y tengo pegada en la punta del dedo una araña que me mira con malos ojos. La araña empieza a gritar como una posesa. Qué timbre más extraño, pienso. Pero funciona, puesto que se enciende una luz y la puerta se abre. Un hombre jorobado en más de un aspecto me sonríe y paso. Se cierra la puerta. Es mi editor, o eso es lo que yo tengo entendido.

Aún no sé muy bien lo que hace una editorial. Yo solo sé que me han cogido algunos textos y me los han publicado sin que pague nada. Ya jodería, que tuviese que escribir y pagar por ello también. Eso sí, aún no he visto un duro. A veces me invitan a comer o me regalan una pluma pero ya está. Eso es todo. En fin, que un editor es una criatura pequeña con pelo en las orejas cuyo trabajo consiste en valorar qué es lo que lo va a petar y lo que no. Para ello se guían por una fórmula matemática que más o menos dice que cuánto más se aleja un trabajo literario de la convención más mierda es, mientras que si es más parecido al canon mejor. Todo ello influenciado por variables que tienen en cuenta la moralidad de los humanos, es decir, mejor regado con una buena dosis de violencia, sexo, masoquismo y alguna patología mental no demasiado rara para no espantar al público. Tacos en su justa medida. Luego diseñan dibujitos y sinopsis y cubiertas e imprimen.

Seguramente todo esto sea una idea equivocada pero hasta ahora explica mi experiencia. Hoy me ha contado el editor que el esbozo que le envié para crear un relato no le vale. Que tengo que pensar algo mejor si quiero engrosar mi cuenta corriente y abrir champán en una piscina. Siempre hace igual, me vende la moto. Yo le he dicho que pensaré en algo mejor, pero no le veo nada malo a la historia de un negro albino con TOC que investiga toda su vida hasta descubrir que los dinosaurios no se extinguieron sino que fueron capturados por alienígenas para servirles de mascotas. Que no va a vender, dice. Me ha propuesto que cambie al personaje principal por un cachas rubio y le ponga una novia pechugona y que en vez de investigar dinosaurios se dedique a destruir asteroides potencialmente peligrosos para nuestro planeta tierra. Dice que así tal vez nos pidan hacer una película los americanos. No sé, le he dicho, haré lo que pueda.

La reunión dura y dura. Tomo café hasta que me tiemblan las uñas y el corazón me brinca hacia la boca. Cuando salgo afuera hace frío y los cuervos se han ido. Salgo de la propiedad a través de la verja y comienzo a caminar deprisa esperando que el tiempo pase más despacio para compensar el tiempo perdido en la editorial. Pero llego a casa y el tiempo se me sube por las paredes de la habitación y me envuelve el cuerpo besándome en la boca y escupiéndome polvo de estrellas que trago como polluelo come de sus padres. Tras alimentarme me echo un buen eructo y luego me quedo en blanco y exploto en el espectro visible salpicando unos papeles que jamás serán escritos como yo quisiera.

A.V.M.