Abre los ojos y tras acostumbrarse a la luz enfoca el techo. Una grieta lo recorre de un lado a otro. Se pregunta si los materiales también establecen fronteras, dan golpes de estado, se torturan y montan guerras entre ellos. De física no tiene ni idea pero salta a la vista que el mundo no es un lugar carente de violencia.
Se gira y observa sus largas pestañasacariciando la almohada pintada parcialmente por el sol. Nunca le ha gustado dormir con cortinas ni persianas. Despertarse y darse un primer baño de luz es un placer que tiene en alta estima. Gracias al sol ven sus ojos lo que hay alrededor y todos los colores y matices que pululan como mariposas con fecha de caducidad. No tiene ninguna duda, de ser obligado a escoger un dios, elegiría al astro.
Alarga la mano y pinza su pezón, el de ella, suavemente, hasta que se despierta. Ella sonríe medio adormilada y dice buenos días en no menos de cinco segundos, arrastrando el par de palabras como un lapo en la ventanilla de un coche en marcha. Luego entierra la cabeza de nuevo, como dicen sin ser cierto que hacen los avestruces. Y él se levanta, se pone la bata y se dirige a la cocina a encender el calentador. Va al baño y se ducha cavilando en esto y lo otro.Y se pregunta si debería de usar la cópula tantas veces (textual, evidentemente, no sexual).
Toman el café sentados en la cama. Ella le está contando uno de los momentos más reveladores de su vida de los que tiene memoria. Sucedió en una plaza de una ciudad. Unos malabaristas habían montado un espectáculo con aros y otros juegos malabares con fuego. Tenían música puesta y un semicírculo de personas les había rodeado manteniendo una distancia prudencial. Ella estaba con unas amigas, maravillada por las destrezas de aquellos artistas. De repente, el semicírculo escupió un mendigo bailando en evidente estado de embriaguez. Se había meado los pantalones y sostenía una botella de cristal vacía que se llevaba, sin embargo, a la boca cada cierto tiempo. Los artistas pararon la actuación y trataron sin éxito de deshacerse del indigente, que bailaba al son de la música con los ojos cerrados y silbando. El público permanecía expectante pero finalmente los malabaristas callejeros pararon la música, recogieron sus cosas y se marcharon. A pesar de que ya no había música, el mendigo seguía bailando, quizás con más intensidad, y empinando la botella. El semicírculo se dispersó pero ella y sus amigas se entretuvieron un poco más hasta que ella misma, por alguna razón extraña, se acercó al hombre y le preguntó que qué estaba bebiendo. El hombre dejó de contonearse y se inclinó para susurrarle en la oreja: Bebo vida. Después le cedió la botella y ella dio un sorbo imaginario siguiéndole la corriente. Sabía a cigarrillos y, de poder ser posible, a soledad. Ella se limpió los labios con la manga, fingió un eructo y sonrió. Él sonrió mostrando rectángulos oscuros en su boca y comenzó a alejarse moviendo los brazos como si imitase a un pollo o una gallina entre los transeúntes.
Terminado el café y ya vestidos, bajan a la calle y empiezan a caminar. Los árboles se mecen ligeramente siguiendo el compás que el viento marca. Cuando llegan a la librería ella se despide plantándole un beso en la maceta de sus labios y él desanda el camino para meterse en el taller. Abre la ventana y se acerca al caballete, que sostiene un lienzo en blanco. Se saca una libretita del bolsillo y pasa algunas hojas. Es la “libreta de las ideas”, como él la llama. En esas páginas apunta las ideas que tiene a lo largo del día. Hay días en que rellena hojas y hojas sin pausa y cualquier detalle es digno de gestar un nuevo trabajo. Otros días dibuja una cara gritando o cuervos volando en círculos o una calavera atravesada por gusanos o triángulos y más triángulos.
Es esa maldita condición no diagnosticada que le lanza de un estado de euforia a otro de profunda depresión, a veces muchas veces por hora, como un bólido sentimental que alcanza gran velocidad hasta que se estrella pero vuelve a arrancar y estrellarse una y otra vez sin llegar al maldito garaje, donde podría reposar. Es un arma de doble filo que no sabe si un día dará un golpe final y lo despegará de la realidad para siempre. Y es que cuando ha leído casos de personas que han perdido la razón le entra un escalofrío. Está acojonado.
La posibilidad nada remota de locura le lleva a escribir todas las noches lo que piensa. Ha escrito cartas a sus padres, a sus hermanas, a su puñado de amigos, a sus novias y a sus enemigos también, que a veces han coincidido perfectamente con los anteriores. Ha escrito a las generaciones futuras, a los pájaros que inspiraron los aviones, a los alienígenas, a sus profesores. Ha escrito su ideario político, su concepción filosófica, sus utopías y sus opuestos. Ha escrito sobre palabras que le parecen graciosas, como cirujano en español o ragamuffin en inglés, sobre sus películas favoritas, sobre los libros que sacudieron los cimientos de su existencia y toda clase de seres vivos y no tan vivos. Lo mismo le ocurre con sus cuadros, pues trata de, al menos, esbozar todo lo que le gustaría crear. Es así que tiene cajas llenas de libretas garabateadas. Uno no puede negar que el humano tiene una necesidad innata de querer dejar huella, para bien y para mal.
Pero la locura es, como casi todo, una convención. El otro día estaba en la frutería y le dieron ganas de agarrar un plátano y atracar la tienda. Llevarse cerezas, que están carísimas por estar fuera de temporada. Si hiciese tal cosa, ¿se lo llevarían al manicomio? ¿Cuándo se merece alguien el título de “loco” en pleno derecho? ¿Hay que hacer una carrera o la locura viene sola? ¿Qué porcentaje se debe a la soledad, qué a la genética, qué al ambiente o la inteligencia excesiva o la falta de ella? ¿Estaba Gandhi más loco que Hitler, o justo al revés? ¿Si un loco es seguido por las masas, es menos loco? ¿Si el loco gana la batalla, se le perdona y condecora?
La verdad es que, viendo lo que pasa en el mundo, muy bien podría decir que él tampoco está tan mal. El problema, seguramente, es que se pasa mucho tiempo en su cabeza. No lo puede evitar, es como si un diminuto trabajador a jornada completa estuviese manipulando una manivela ahí arriba todo el tiempo, sin pausa.
No obstante, hasta ahora ha resistido y ha podido controlar estos vaivenes por sí mismo. Va tirando, vendiendo rápidamente tres o cuatro cuadros al mes que le permiten vivir desahogadamente.       También ayuda que nunca se le ha dado por extravagancias. Si algo gasta, aparte de lo necesario para comer y vestirse, es en materiales para pintaro comer fuera de vez en cuando. Qué maravilla que es vivir de lo que a uno le gusta hacer. Pinta toda la mañana como poseído, mezclando colores, cambiando pinceles, intoxicándose con los vapores. Y es en estos momentos en que pinta que el hombrecillo de la manivela del que hablábamos hace un rato se toma el bocata y hace un descanso. Solo existe el lienzo y él luchando por transformarlo e insuflarle vida. Más o menos.
Antes de comer se acerca a la óptica a recoger sus nuevas gafas. La verdad es que no está convencido todavía, pues le parece que ve bastante bien. Pero es lo que hay. Sale con ellas ya puestas a enfrentarse a la realidad. No está mal eso de ver genial otra vez, pero que nada mal.
El siguiente mes no vende nada, ni el otro. Pasan tres meses y se encuentra en la cocina bebiendo café y mirando cómo podría unir con líneas imaginarias la mierdecillaque se amontona en el suelo. Se masajea el tabique con una mano una vez más, sosteniendo las gafas, y piensa en qué ha ido mal últimamente. Sale un momento a pasear y llega hasta la estación de tren. Cuando está triste, es un lugar al que le gusta ir para confirmar que la vida es continuo trasiego, movimiento perpetuo, que las penas se van como vinieron y que no hay que tomárselo demasiado en serio.
Hace un frío tremendo. Se saca de nuevo las gafas mientras un tren comienza a coger velocidad allá atrás. Se le acerca progresivamente y se imagina que tira las gafas antes de sentir el aire desplazándose hacia la vía. Le parece, sin embargo, escuchar un ligero golpe y sonríe.
Cuando vuelve al piso María está cantando en la ducha un bolero de Café Quijano y él se cuela en el baño como un zorro debe hacerlo en un corral. Se acerca y con el índice separa un poco la cortina para ver mejor. El agua espumosa baja por su cuerpo mientras ella se enjabona la melena con los ojos cerrados. Se mete con la ropa en la bañera y ella abre los ojos al sentir su presencia y comienza a reír:
-¡Qué susto! ¿Pero qué haces así aquí?
-Esto…Me picó la curiosidad, nunca me había bañado con ropa.
-¿Qué te cuentas?
-No he querido decírtelo antes, pero llevo unos meses sin vender nada.
-Me tienes que decir las cosas, hombre. ¿Qué es lo que crees que pasa?
-No quiero sonar pretencioso. Ni siquiera lo he inventado yo, pero, sabes, a veces nuestros defectos se convierten en lo mejor de nosotros o nos ayudan a sacar nuestras virtudes escondidas. Creo que es por culpa de las gafas que ya no pintaba igual.
-Ven aquí.
Ella coge su cara entre sus dos manos y la acerca a la suya. Le muerde la nariz cariñosamente. Luego le coge las gafas, que están llenas de vapor, y se las pone ella. Se las saca de nuevo y agarra una patilla.Le ofrece la otra.
-¡Tira!
-¿Cómo?
-¡Tiiiiiiiiiira!
Y tiré. Me quedé con una patilla en la mano riendo. Ella lanzó su parte fuera de la bañera y me selló un beso sobre la boca.

                                                                                                                                                                     A.V.M.